Sábado, 26 de marzo de 2022

Lecturas:

Os 6,1b-6. El Señor no quiere sacrificios ni holocausto, sino misericordia y conocimiento de Él.

Sal 50. Quiero misericordia, y no sacrificios.

Lc 18,9-14. El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.

En nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua, al encuentro con Jesucristo vivo, la Palabra nos invita a la conversión, a vivir no en la autosuficiencia, sino en la humildad: porque, como hemos cantado en el Salmo: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.

En el Evangelio contemplamos a dos personas, el fariseo y el publicano. Dos personas con actitudes muy diferentes.

El fariseo piensa ganar la salvación con su propio esfuerzo. En realidad, no espera nada de Dios, no tiene nada que pedirle, le recuerda ostentosamente sus “méritos” y desprecia a los demás, erigiéndose en juez despiadado. En el fondo, piensa que Dios le debe la salvación.

Aparentemente la vida del fariseo está “más ordenada” que la del publicano, pero le pierde la soberbia, que es el peor de todos los pecados; soberbia que le lleva al juicio y al desprecio, signo todo ello de que el Espíritu Santo no está en su corazón.

El publicano, en cambio, reconoce su condición de pecador y pide a Dios la conversión y se apoya en Dios y no en sus obras. Está abierto al cielo y lo espera todo de Dios: llama a la puerta y se le abre.

Para llegar al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde y pobre; de un corazón que se reconoce pequeño y necesitado de misericordia y de salvación; de un corazón que confiesa que todo viene de Dios: el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Porque el sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias.

Al cielo se sube, bajando (cf. Flp 2, 5-11).

A toda la tierra alcanza su pregón (cf. Sal 19, 5).

¡Ven Espíritu Santo! ? (cf. Lc 11, 13).

Homilias de D. Jorge Miró

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