Martes, 7 de septiembre de 2021

Lecturas:

Col 2, 6-15   El Señor os vivificó con él y nos perdonó los pecados.

Sal 144 El Señor es bueno con todos.

Lc 6, 12-19 Pasó la noche orando. Escogió a doce, a los que también nombró apóstoles.

El que es de Cristo, ha renacido de agua y de Espíritu y es hecho una criatura nueva: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él.

Esta renovación es tan grande que se significa hasta en el cambio de nombre, que vemos en el Evangelio: llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro. Este “cambio” es signo de que nace una persona nueva. Decíamos el viernes que Jesucristo no quiere “parchear” tu vida, quiere hacer un “trasplante” de corazón: A vino nuevo, odres nuevos.

Los colosenses están mareados por doctrinas extrañas, provenientes de su entorno cultural. Y por ello, san Pablo les da criterios sólidos para vivir como cristianos. Criterios que también nos sirven a nosotros hoy.

El centro de todo es el señorío de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Él es el único Señor. El Rey de reyes. Todo le está sometido a Él.

Él, con su muerte y resurrección, ha destruido el pecado y la muerte: la muerte ha sido vencida y Satanás ha sido derrotado. No hay nada ni nadie que pueda separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.

Por eso, en medio del combate, ¡no te asustes! ¡No te desanimes! El demonio puede marear, pero el poder sólo lo tiene Jesucristo.

La clave, vivir unidos a Cristo, arraigados y edificados en él. Ya hablamos de esto hace unos días: la vida se construye sobre la roca, que es Cristo; no sobre la arena de tus apetencias o de las modas del mundo.

Por eso, necesitamos el don de consejo para saber cuál es la voluntad de Dios sobre nuestra vida. Y permanecer fieles a la Iglesia.

Sin dejarnos confundir con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo. 

Y rebosando agradecimiento. Este es un signo de estar con el Señor, llenos del Espíritu Santo: la confianza en Dios, la gratitud, la alabanza, la misericordia, el amor hasta el enemigo…

Cuando no tenemos al Señor ni su Espíritu, aparece la soledad poblada de aullidos, llena de resentimiento, queja y murmuración.

A toda la tierra alcanza su pregón (cf. Sal 19, 5).

¡Ven Espíritu Santo! ? (cf. Lc 11, 13).

Homilias de D. Jorge Miró

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