Domingo, 7 de noviembre de 2021

32º del Tiempo Ordinario

Lecturas:

1 Re 17, 10-16   La viuda hizo un panecillo con su puñado de harina y se lo entregó a Elías.

Sal 145, 7-10   Alaba, alma mía, al Señor.

Heb 9, 24-28   Cristo se ofreció una sola vez por los pecados de todos.

Mc 12, 38-44   Esa viuda pobre ha echado más que nadie.

La Palabra de Dios hoy nos invita a vivir en la confianza en Dios, que mantiene su fidelidad perpetuamente, que sustenta al huérfano y a la viuda.

La fe no es una teoría que se aprende, sino una vida que se disfruta. Es haber descubierto que Dios te ama y cuida de ti. Y, por tanto, la actitud de fondo es la confianza. Confianza no en tus fuerzas ni en tu dinero, sino en que Dios te ama, es tu Padre y cuida de ti.

Por eso hemos cantado en el Aleluya: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. 

La escena del Evangelio es conmovedora. En profundo contraste con la imagen que presentan los maestros de la ley, una pobre viuda se acerca al cepillo del templo y ofrece el mejor ejemplo de lo que debe ser la verdadera religiosidad. A ella es a quien los discípulos estamos llamados a imitar. Sus dos pequeñas monedas llevan el sello de esa donación total que exige el primer mandamiento y que reclama todo verdadero acto de culto: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón

El encuentro con Dios no se consigue a través de unos ritos externos, más o menos llamativos, sino a través de esos gestos sencillos y silenciosos, que pueden incluso pasar desapercibidos, pero en los cuales entrega el hombre todas sus seguridades para abandonarse por completo en las manos de Dios. 

Lo que cuenta es un corazón generoso, desprendido y confiado en la acción de Dios, ya que Dios no se fija tanto en lo que damos, cuanto en lo que reservamos para nosotros. Nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí.

La verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su disposición, dejarte llevar por el Espíritu Santo, sin resistencias, sin reservas ni condiciones. La viuda lo entregó todo a Dios y, con ello, se entregó a sí misma.

La misma generosidad tiene la viuda de Sarepta en la primera lectura. A petición del profeta Elías, le da a comer el último pan que tenía para ella y para su hijo. Su fe había sido puesta a dura prueba: debía dárselo a –riesgo de morir de hambre con su hijo. Ese pedazo de pan que se le pedía era su todo. Y dio ese todo. El “amarás a tu prójimo como a ti mismo” debía cumplirlo al pie de la letra. Su generosidad total fue su alimento y su vida. Dios es la riqueza de quien da todo. Y así, la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó.

La adoración a Dios consiste en la ofrenda total de uno mismo. Al darnos, dejamos de poseernos.

Uno de los signos de vivir en el Espíritu es la generosidad. Generosidad para con Dios y para con los hermanos. En cambio, cuando uno está cerrado a la acción del Espíritu o está abierto solo en apariencia, acaba viviendo para sí mismo; con un corazón tacaño y mezquino que actúa movido por cálculos interesados. Porque aún no ha descubierto que todo es don, todo es gracia y que se es más feliz al dar que al recibir (cf. Hch 20, 35).

Cuando se abre a la acción del Espíritu vive convencido de que Dios ama “al que da con alegría” y que el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará…, porque Dios tiene poder para colmaros de toda clase de dones (cf. 2 Cor 9).

¿Cómo estás de generosidad? ¿Eres tacaño, calculador... a la hora de entregarte? ¿Cómo es tu entrega? ¿Cuáles son las excusas que pones para dar solamente lo que te sobra? 

¡Ven, Espíritu Santo! ?

¡Feliz Domingo, feliz Eucaristía!

Homilias de D. Jorge Miró

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