Domingo 7 de Febrero de 2021

5º del Tiempo Ordinario

Lecturas:

Job  7, 1-4.6-7.  Me harto de dar vueltas hasta el alba.

Sal 146, 1-6.  Alabad al Señor, que san los corazones quebrantados.

1 Cor 9, 16-19.22-23.  ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!

Mc 1, 29-39.  Curó a muchos enfermos de diversos males.

La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud.

Aunque forma parte de la experiencia humana, nunca nos habituamos a ella, no sólo por sus dolencias, sino también porque hemos sido creados para la vida y vida en abundancia.

La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él.

La Palabra de Dios que proclamamos hoy nos presenta a Jesucristo curando enfermos y expulsando demonios. No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una sanación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el "pecado del mundo", del que la enfermedad no es sino una consecuencia.

 Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora (cf. Catecismo 1500s).

La experiencia de la enfermedad es una dura prueba que nos puede llevar a la desesperación, como a Job, o puede ser también un camino que nos lleve a la santidad.

 La clave está en dejar entrar al Señor en medio de tus sufrimientos, de tus dolencias. Nos lo dice el Aleluya de hoy: Cristo tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.

Nos lo ha dicho también el Salmo: El Señor reconstruye Jerusalén… Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas… Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida… El Señor sostiene a los humildes.

Dice el Papa Francisco en la encíclica Lumen fidei que en la hora de la prueba, la fe nos ilumina… El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor.

La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña.

La presencia del dulce huésped del alma, del Espíritu consolador.

Cristo es el que viene a sanar y a vencer el mal. Sus milagros son signos de la llegada de la salvación. Son signos, no se quedan en sí mismos, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, hacia Dios y nos hacen ver que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, fuente de la verdad, el amor y la vida.

Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por eso su predicación y las curaciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación (Benedicto XVI).

 Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito (cf. Spe Salvi 37).

Cristo es el único capaz de sanarnos de todas nuestras dolencias. Cristo vino al mundo a curar, liberar y salvar a los hombres. Cristo sigue presente entre nosotros haciendo el bien, curando dolencias, secando lágrimas, dando esperanza a un mundo que llora su desesperación.

El que quiera ser sanado de sus dolencias ha de ponerse en manos de Jesús, dejarse llenar por su luz y por su Palabra, recibir la fuerza de su gracia, acoger el don del Espíritu Santo.

Desde esta perspectiva, podemos comprender por qué la predicación del Evangelio es un deber para san Pablo.

¡Ánimo! ¡Ábrele tu corazón al Señor! ¡Entrégale tus dolencias, tus sufrimientos, tus impotencias, tus fracasos, tu historia, tus debilidades, tus pecados, tus complejos, tus heridas! ¡Entrégale todo aquello con lo que tú no puedes!

¡No tengas miedo! ¡Dáselo al Señor! ¡Para eso ha venido! ¡Nadie te ama como Él! Y confía, descansa, ¡invoca al Espíritu Santo! ¡Que haga fecunda y gloriosa tu cruz!

¡Gloria al Señor! ¡Feliz Domingo! ¡Feliz Eucaristía!

¡Os daré un corazón nuevo!  (cf. Ez 36, 26).

¡Ven Espíritu Santo! ? (cf. Lc 11, 13).

Homilias de D. Jorge Miró

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